Aurora conducía por la escarpada carretera pensando en sus zapatos plateados. El paisaje desde allí era absolutamente hermoso, pero ella tenía su mente puesta sólo en aquellos zapatos plateados. Siempre quiso tener unos así y ahora dos preciosos ejemplares de aquel bonito y brillante color permanecían guardados con sumo cuidado en una sección especial de su vestidor. Aurora disfrutaba de la suave brisa que se colaba traviesa a través de la ventanilla levemente abierta de su coche y pensaba cuanta infelicidad absurda le habían causado aquel par de zapatos. De pequeña siempre los había deseado. Los veía por todos lados, en las revistas de moda, en el cine, en la televisión, en la calle. Las chicas guapas tenían zapatos plateados, ella debía poseer unos también. Su madre nunca quiso comprárselos, tal vez por eso la odiaba tanto, o tal vez no, quizás había otros motivos por los que su relación nunca fue la mejor y su distancia con ella ya insalvable. De todos modos aquello no le importaba lo más mínimo. Ella había construído con los años una fuerte coraza que pensaba que nadie ni nada lograría romper. Una lágrima resbaló huidiza por su mejilla mientras lo recordaba. Pero hizo caso omiso. La secó con su mano izquierda y siguió prestando atención a las sinuosas curvas que se dibujaban ante ella.
Mientras se acercaba a su destino vigilaba por el retrovisor la solitaria carretera. No pasaba nadie. Estaba sola, como siempre. Bueno como siempre no, hubo un tiempo en que no lo estuvo. La verdad era que su soledad empezó a fraguarse el día que decidió dejar de soñar. Alguien la había engañado contándole con absurda palabrería que cuando se desea algo con todo el corazón uno es capaz de conseguir ese deseo con tesón y tenacidad. Aurora había grabado aquellas palabras a fuego en su pecho y las había convertido en su lema personal. Pero los años pasaron y la vida le había demostrado que no todo era tan sencillo, que muchos sueños no eran alcanzados, que se rompían ante sus ojos, sin que nada pudiera hacer al respecto para remediarlo, que el tiempo corría y que el desasosiego que perseguirlos provocaba era algo francamente difícil de sobrellevar, así que en su cabeza sólo pudo imaginar una explicación: aquel lema era toda una patraña estúpida y falsa. Aurora se convenció de aquella idea y partir de aquel día su alma empezó a morir lentamente.
Se aisló de todos y de todo, y se refugió en la única parte de su vida que realmente le ayudaba a respirar cada día: escribir. Trabajaba de vez en cuando como camarera en un restaurante de menús diarios para cubrir sus mínimos gastos y el resto de tiempo lo ocupaba en su gran pasión. Tantas letras fueron combinadas bajo su pluma con el fin de construir palabras, tantas frases se compusieron en el papel blanco de su mesa que logró llenar toda una habitación de cuentos e historias fabulosas. Y es que Aurora negaba la realidad, no quería escribir aventuras cotidianas, no podía, le causaban dolor en el corazón, la destrozaban un poquito más por dentro. Así que se dedicó a describir mundos lejanos, personajes misteriosos y criaturas fantásticas, que se entremezclaban entre sí, de modo y manera que al finalizar su trabajo había logrado crear un mundo paralelo completo.
Un buen día en que la ventana del salón de su pequeño apartamento estaba abierta varias hojas volaron desde su escritorio impulsadas por una fuerte ráfaga de viento hacia el exterior. Aurora que en aquel momento regaba las plantas de su balcón trasero no se percató del incidente. Y mientras la fría agua abonada caía lentamente sobre los preciosos geranios rojos recién abiertos en sus cuidadas macetas, las páginas escritas por ella alcanzaron la mano de un editor que pasaba casualmente por la calle en aquel preciso instante. La suerte que parecía haberle dado la espalda a Aurora todo aquel tiempo cambió de repente. El editor leyó aquella sublime prosa y quedó prendado de la historia contenida en las pocas hojas que habían llegado hasta él. Miró hacia arriba y se fijó que en todo el edificio había sólo una ventana abierta. Contó los pisos y pulsó el timbre. Aquel sonido estridente y molesto cambió la vida de Aurora para siempre. Sus libros, diez en total, se fueron publicando escalonadamente y el éxito de crítica y público fue rotundo. En poco tiempo nuestra protagonista pasó de vivir en un pequeño y viejo apartamento de cincuenta metros cuadrados que apenas podía pagar a tener una preciosa casona de campo.
Diez años ya habían pasado desde aquel timbrazo y Aurora era una escritora famosa que a punto estaba de llegar a su destino, giraría la última curva y por fin estaría en casa, se acicalaría y se calzaría sus nuevos zapatos plateados y acudiría a la gala que había organizado una fundación benéfica a la que había donado una suma muy importante de dinero. Un dinero del que no se aprovecharía ninguno de los familiares y supuestos amigos que habían tratado de acercarse a ella en aquellos últimos años, un dinero que sería empleado en un fin justo y bueno. Por fin luciría sus zapatos plateados, quedarían perfectos en sus pies, serían la combinación ideal para su vestido de noche, sería la reina de zapatos plateados, pero una reina sin corte, una reina sola, cerró los ojos y se imaginó la situación, y entonces al volver a abrirlos una luz la cegó, los faros del coche que viajaba en sentido contrario le indicaron que un terrible accidente estaba a punto de desencadenarse. Aquellos segundos transcurrieron lentos, a Aurora se le antojó toda una eternidad, y después, crashhhhh, el silencio, la oscuridad, el fin, los sueños rotos definitivamente y sin vuelta atrás: el perdón que no pidió, el amor que dejó escapar, las amistades que despreció, la compañía que no quiso, el odio que nunca dejó ir, la rabia contenida, la soledad autoimpuesta, todo aquello y mucho más que Aurora dejó en el tintero el día que decidió no soñar más. Todo voló por los aires en aquel choque frontal en que la vida de Aurora se esfumó para siempre, todo, hasta sus zapatos plateados sin estrenar.
Mientras se acercaba a su destino vigilaba por el retrovisor la solitaria carretera. No pasaba nadie. Estaba sola, como siempre. Bueno como siempre no, hubo un tiempo en que no lo estuvo. La verdad era que su soledad empezó a fraguarse el día que decidió dejar de soñar. Alguien la había engañado contándole con absurda palabrería que cuando se desea algo con todo el corazón uno es capaz de conseguir ese deseo con tesón y tenacidad. Aurora había grabado aquellas palabras a fuego en su pecho y las había convertido en su lema personal. Pero los años pasaron y la vida le había demostrado que no todo era tan sencillo, que muchos sueños no eran alcanzados, que se rompían ante sus ojos, sin que nada pudiera hacer al respecto para remediarlo, que el tiempo corría y que el desasosiego que perseguirlos provocaba era algo francamente difícil de sobrellevar, así que en su cabeza sólo pudo imaginar una explicación: aquel lema era toda una patraña estúpida y falsa. Aurora se convenció de aquella idea y partir de aquel día su alma empezó a morir lentamente.
Se aisló de todos y de todo, y se refugió en la única parte de su vida que realmente le ayudaba a respirar cada día: escribir. Trabajaba de vez en cuando como camarera en un restaurante de menús diarios para cubrir sus mínimos gastos y el resto de tiempo lo ocupaba en su gran pasión. Tantas letras fueron combinadas bajo su pluma con el fin de construir palabras, tantas frases se compusieron en el papel blanco de su mesa que logró llenar toda una habitación de cuentos e historias fabulosas. Y es que Aurora negaba la realidad, no quería escribir aventuras cotidianas, no podía, le causaban dolor en el corazón, la destrozaban un poquito más por dentro. Así que se dedicó a describir mundos lejanos, personajes misteriosos y criaturas fantásticas, que se entremezclaban entre sí, de modo y manera que al finalizar su trabajo había logrado crear un mundo paralelo completo.
Un buen día en que la ventana del salón de su pequeño apartamento estaba abierta varias hojas volaron desde su escritorio impulsadas por una fuerte ráfaga de viento hacia el exterior. Aurora que en aquel momento regaba las plantas de su balcón trasero no se percató del incidente. Y mientras la fría agua abonada caía lentamente sobre los preciosos geranios rojos recién abiertos en sus cuidadas macetas, las páginas escritas por ella alcanzaron la mano de un editor que pasaba casualmente por la calle en aquel preciso instante. La suerte que parecía haberle dado la espalda a Aurora todo aquel tiempo cambió de repente. El editor leyó aquella sublime prosa y quedó prendado de la historia contenida en las pocas hojas que habían llegado hasta él. Miró hacia arriba y se fijó que en todo el edificio había sólo una ventana abierta. Contó los pisos y pulsó el timbre. Aquel sonido estridente y molesto cambió la vida de Aurora para siempre. Sus libros, diez en total, se fueron publicando escalonadamente y el éxito de crítica y público fue rotundo. En poco tiempo nuestra protagonista pasó de vivir en un pequeño y viejo apartamento de cincuenta metros cuadrados que apenas podía pagar a tener una preciosa casona de campo.
Diez años ya habían pasado desde aquel timbrazo y Aurora era una escritora famosa que a punto estaba de llegar a su destino, giraría la última curva y por fin estaría en casa, se acicalaría y se calzaría sus nuevos zapatos plateados y acudiría a la gala que había organizado una fundación benéfica a la que había donado una suma muy importante de dinero. Un dinero del que no se aprovecharía ninguno de los familiares y supuestos amigos que habían tratado de acercarse a ella en aquellos últimos años, un dinero que sería empleado en un fin justo y bueno. Por fin luciría sus zapatos plateados, quedarían perfectos en sus pies, serían la combinación ideal para su vestido de noche, sería la reina de zapatos plateados, pero una reina sin corte, una reina sola, cerró los ojos y se imaginó la situación, y entonces al volver a abrirlos una luz la cegó, los faros del coche que viajaba en sentido contrario le indicaron que un terrible accidente estaba a punto de desencadenarse. Aquellos segundos transcurrieron lentos, a Aurora se le antojó toda una eternidad, y después, crashhhhh, el silencio, la oscuridad, el fin, los sueños rotos definitivamente y sin vuelta atrás: el perdón que no pidió, el amor que dejó escapar, las amistades que despreció, la compañía que no quiso, el odio que nunca dejó ir, la rabia contenida, la soledad autoimpuesta, todo aquello y mucho más que Aurora dejó en el tintero el día que decidió no soñar más. Todo voló por los aires en aquel choque frontal en que la vida de Aurora se esfumó para siempre, todo, hasta sus zapatos plateados sin estrenar.
Comentarios
Cualquiera se puede ver reflejado entre esas líneas; todos tenemos nuestros zapatos de plata, todos nuestros "engañadores"...
Casi me da pena escribir lo que me ha hecho pensar tu relato; no quiero estropearlo!
Salud y enhorabuena!
Yo de momento voy a abrir la ventana por si el viento se lleva mis escritos y me hago rico y famoso, aunque dudo mucho que haya ningún editor avispado paseando por el patio de luces en estos momentos.
Cenicienta se tiene que casar con el príncipe. No puedes montar toda la historia para que al final se la pegue con alguna de las hermanastras. No se nada para morir en lo orilla. No, que luego me queda un regusto amargo.
Si mis escritos cayesen en mano de un editor avispado y le gustasen entonces, una de dos, o no era editor o no era avispado.
Vargt: Eso es complicado no porque dude de tus escritos que visto lo visto en tu blog, seguro que son absolutamente geniales, sino porque me apuesto otro paseo en blanco a que los tienes guardados en tu pc y no dispersos en papel por la mesa, jeje!
Zar: Jops para una vez que no dejo el final abierto y lo cierro de golpe te me quejas de él... xddd!!!