Adoraba el blanco y el negro, también la montaña y el mar, la noche y el día, el frío y el calor, la lluvia y el sol, lo dulce y lo salado, la tempestad y la calma, le gustaba todo eso. Ella no era una mujer de extremos, los apreciaba más bien en su justa medida, los saboreba ambos, no quería decantarse por ninguna opción porque creía que había que disfrutar de todas las cosas buenas que se le presentaban en la vida, una vida en definitiva demasiado corta como para ir desaprovechando oportunidades. Odiaba elegir, lo evitaba siempre que podía y de momento le había ido bien así.
El día que encontró a su hombre perfecto lo supo de inmediato, estaba segura que era él, no dudó ni un segundo. La hacía reir, era educado, sensible, bueno, responsable, divertido, buen amante, tenía muchas cualidades, todas las que siempre había soñado y estar con él la hizo sumamente feliz. Tampoco dudó cuando le pidió pasar el resto de su vida juntos. No lo dudó, no. El tiempo pasó y nada parecía poder cambiar aquella situación. Pero la situación sí lo quiso, y fue de repente para sorpresa y desconcierto suyo. Todo empezó aquel martes a las cuatro y cuarto cuando ella escuchó por primera vez aquella sublime voz. Se encontraba detrás del mostrador de la biblioteca pública en la que trabajaba cuando sus oídos la captaron por primera vez, vibrante, intensa e inolvidable, pronunciando aquellas mágicas palabras:
- Disculpe señorita, ¿qué tengo que hacer para ser socio?
Ella levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los de aquel hombre que aunque ya había superado los cuarenta, conservaba un atractivo realmente fascinante al tiempo que mostraba una sonrisa que la encandiló al instante.
- Es sencillo, ahora mismo le explico el trámite señor.
Y así fue como se dispuso a recibir con los brazos abiertos otro de esos presentes que la vida te regala cuando menos te lo esperas. Y tanto fue así que algo en su interior la advirtió de la relevancia del momento, aunque ella no quiso prestar demasiada atención al detalle. Desde entonces ella escuchaba a diario aquella voz y disfrutaba también de aquella preciosa sonrisa. El nuevo socio de la biblioteca era un lector empedernido que devoraba libros a la velocidad de la luz y a ella no le importaba lo más mínimo tenerlo cerca con asiduidad. A veces venía y se quedaba un par de horas en la misma biblioteca leyendo. Otras, las menos, se marchaba enseguida. Ella trataba de alargar más las conversaciones cada vez que él se acercaba a su puesto para formalizar el préstamo de un libro o a pedirle consejo, pero siempre con la cautela necesaria para no pecar de pesada. Con el tiempo el señor de la bonita voz se convirtió en un buen amigo, mucho más, casi un confidente, hablaban, se contaban cotidianeidades, discutían acerca de literatura, en definitiva disfrutaban de los pequeños instantes que los encuentros en la biblioteca pública les propiciaban tantos y tantos días. Y ella sencillamente no podía dejar de recibir aquellos momentos especiales como auténticos tesoros. Y un buen día ella se dió cuenta de que los sentimientos hacia el propietario de aquella preciosa voz empezaban a ser demasiado fuertes, viendo con claridad que lo que sucedía era que se estaba empezando a enamorar. La circunstancia la pilló tan desprevenida que ni siquiera supo cómo actuar, aquella situación era completamente turbadora, y sintió miedo. Tal vez había llegado el momento de eligir, ese momento que siempre había intentado evitar pero que alguna vez en la vida le iba a llegar. Tal vez era la hora de escoger entre el blanco o el negro. Se seguía sintiendo muy a gusto con su pareja, seguía queriéndole tanto o más que cuando se conocieron pero por otro lado no podía evitar pensar en su amigo lector, ocupaba demasiados espacios de su tiempo y no podía obviar aquella realidad. Por primera vez en su vida vió que estaba amando a dos hombres al mismo tiempo. Tan difícil de resolver era aquel entuerto que ella decidió como siempre optar por la vía más lógica y sencilla: no dar un paso en falso y continuar como hasta ahora. Seguiría compartiendo las tardes de biblioteca y las conversaciones deliciosas con el esbozador de la mejor de las sonrisas, sin pretender nada más, sin hacerle infeliz exigiéndole algo que él de buen seguro no le podría dar, y continuaría conviviendo junto a su hombre perfecto, aquel al que había reconocido como tal al instante, aquel que la había conquistado primero, aquel al que el destino, sencillamente el sabio e incierto destino, quiso unirla en un momento anterior en el tiempo. De este modo supo que así su día sería blanco y negro a la vez, como un tablero de ajedrez perfectamente compuesto, con jugadas blancas y negras, pero con un final de partida que siempre acabaría en tablas, y nunca en jaque mate. Al fin y al cabo lo esencial era haber podido conocer ambos colores, amarles a ambos y verles felices, lo demás poco importaba.
El día que encontró a su hombre perfecto lo supo de inmediato, estaba segura que era él, no dudó ni un segundo. La hacía reir, era educado, sensible, bueno, responsable, divertido, buen amante, tenía muchas cualidades, todas las que siempre había soñado y estar con él la hizo sumamente feliz. Tampoco dudó cuando le pidió pasar el resto de su vida juntos. No lo dudó, no. El tiempo pasó y nada parecía poder cambiar aquella situación. Pero la situación sí lo quiso, y fue de repente para sorpresa y desconcierto suyo. Todo empezó aquel martes a las cuatro y cuarto cuando ella escuchó por primera vez aquella sublime voz. Se encontraba detrás del mostrador de la biblioteca pública en la que trabajaba cuando sus oídos la captaron por primera vez, vibrante, intensa e inolvidable, pronunciando aquellas mágicas palabras:
- Disculpe señorita, ¿qué tengo que hacer para ser socio?
Ella levantó la mirada y sus ojos se encontraron con los de aquel hombre que aunque ya había superado los cuarenta, conservaba un atractivo realmente fascinante al tiempo que mostraba una sonrisa que la encandiló al instante.
- Es sencillo, ahora mismo le explico el trámite señor.
Y así fue como se dispuso a recibir con los brazos abiertos otro de esos presentes que la vida te regala cuando menos te lo esperas. Y tanto fue así que algo en su interior la advirtió de la relevancia del momento, aunque ella no quiso prestar demasiada atención al detalle. Desde entonces ella escuchaba a diario aquella voz y disfrutaba también de aquella preciosa sonrisa. El nuevo socio de la biblioteca era un lector empedernido que devoraba libros a la velocidad de la luz y a ella no le importaba lo más mínimo tenerlo cerca con asiduidad. A veces venía y se quedaba un par de horas en la misma biblioteca leyendo. Otras, las menos, se marchaba enseguida. Ella trataba de alargar más las conversaciones cada vez que él se acercaba a su puesto para formalizar el préstamo de un libro o a pedirle consejo, pero siempre con la cautela necesaria para no pecar de pesada. Con el tiempo el señor de la bonita voz se convirtió en un buen amigo, mucho más, casi un confidente, hablaban, se contaban cotidianeidades, discutían acerca de literatura, en definitiva disfrutaban de los pequeños instantes que los encuentros en la biblioteca pública les propiciaban tantos y tantos días. Y ella sencillamente no podía dejar de recibir aquellos momentos especiales como auténticos tesoros. Y un buen día ella se dió cuenta de que los sentimientos hacia el propietario de aquella preciosa voz empezaban a ser demasiado fuertes, viendo con claridad que lo que sucedía era que se estaba empezando a enamorar. La circunstancia la pilló tan desprevenida que ni siquiera supo cómo actuar, aquella situación era completamente turbadora, y sintió miedo. Tal vez había llegado el momento de eligir, ese momento que siempre había intentado evitar pero que alguna vez en la vida le iba a llegar. Tal vez era la hora de escoger entre el blanco o el negro. Se seguía sintiendo muy a gusto con su pareja, seguía queriéndole tanto o más que cuando se conocieron pero por otro lado no podía evitar pensar en su amigo lector, ocupaba demasiados espacios de su tiempo y no podía obviar aquella realidad. Por primera vez en su vida vió que estaba amando a dos hombres al mismo tiempo. Tan difícil de resolver era aquel entuerto que ella decidió como siempre optar por la vía más lógica y sencilla: no dar un paso en falso y continuar como hasta ahora. Seguiría compartiendo las tardes de biblioteca y las conversaciones deliciosas con el esbozador de la mejor de las sonrisas, sin pretender nada más, sin hacerle infeliz exigiéndole algo que él de buen seguro no le podría dar, y continuaría conviviendo junto a su hombre perfecto, aquel al que había reconocido como tal al instante, aquel que la había conquistado primero, aquel al que el destino, sencillamente el sabio e incierto destino, quiso unirla en un momento anterior en el tiempo. De este modo supo que así su día sería blanco y negro a la vez, como un tablero de ajedrez perfectamente compuesto, con jugadas blancas y negras, pero con un final de partida que siempre acabaría en tablas, y nunca en jaque mate. Al fin y al cabo lo esencial era haber podido conocer ambos colores, amarles a ambos y verles felices, lo demás poco importaba.
Comentarios
Al caldo y a las tajadas, eso está bien, ;)
Genial, como siempre, Aru. Mil besos.
Duna: Gracias querida Duna, creo que me lees con muy buenos ojos, en cualquier caso creo que todos podemos ser personas de blanco y negro en ciertos momentos de nuestras vidas, y de ahí que me haya parecido interesante la idea de este relato. Besos para ti!