Mi abuela ya me lo decía constantemente cuando era una niña: “La curiosidad mató al gato”… y así fue.
Había sido un día agotador, las mudanzas suelen serlo. Yo para la mía había contado con la inestimable colaboración de mis amigos Javier y Lucía y de su magnífica monovolumen siete plazas con asientos abatibles y/o removibles. Aún así nos costó toda una jornada empaquetar y trasladar los millones de trastos que una servidora había acumulado en los tres años en los que viví en mi adorable estudio de alquiler de 50 metros cuadrados. La ministra de la Vivienda estaría orgullosa de ver lo organizada que soy para hacer caber tantas cosas en uno de sus apartamentos modelo para las jóvenes generaciones. Lo peor era pensar en lo que sería capaz de almacenar en mi nuevo hogar, la vieja propiedad heredada de mis abuelos, una preciosidad de casona antigua de tres plantas con 200 metros cuadrados en pleno centro histórico, todo un sueño hecho realidad.
Eran las diez de la noche de aquel sábado cuando me hallaba ya sola en la buhardilla de mi casa -ostras, hasta me daba vértigo llamarla así-, apoltronada en el viejo sillón en el que tantas y tantas horas había pasado mi abuela tejiendo bonitos jerséis de lana para toda la familia, y que yo había decidido conservar para restaurar y guardarlo como recuerdo suyo.
De repente a punto estaba de entregarme a los brazos de Morfeo cuando volví a ver de nuevo la cajita de latón que me había llamado la atención pocas horas antes durante el traslado. Había decido apartarla e investigar qué había dentro en cuanto estuviera un poco más tranquila. La cogí con mucho cuidado, tenía aspecto de sumar ya unos cuantos años a sus espaldas, y la destapé. En el interior había un libro bastante raído. Sus tapas eran de cuero marrón oscuro y estaban muy agrietadas. No había ningún título inscrito en el lomo. Lo abrí al azar por una página cualquiera y ante mis ojos apareció lo que debió ser un diario personal de mi abuela escrito por su puño y letra.
“17 de abril de 1960.
Hoy he vuelto a recibir otra carta de Antonio. En ella me comunica que ya lo tiene todo listo para venir a verme. Estoy emocionada, pero asustada al mismo tiempo. Deseo tanto estar con él, he anhelado tanto este momento, pero al mismo tiempo un gran temor me invade al pensar el mal que le hago a Arturo y a los niños con esta relación. Mi marido es un buen hombre, tal vez el mejor que existe, pero lo que siento por Antonio es algo ten especial y profundo que ni siquiera encuentro las palabras adecuadas para explicarlo. Estoy confundida. No sé que hacer. Esta historia me está superando. Estoy perdida. Ni siquiera anotar mis pensamientos en el diario me sirve para despejar la mente."
Respiré hondo tras leer completamente anonadada aquel pedazo de texto. Removí nerviosa las hojas con mis dedos y otra página apareció ante mis ojos.
“25 de diciembre de 1960.
Hoy ha sido otro feliz día de Navidad en nuestro hogar, la comida que he preparado con tanto esmero ha gustado mucho a todos los comensales. Un año más me siento afortunada de poder reunir a toda la familia alrededor de nuestra mesa. Arturo estaba muy orgulloso de mí, lo he notado en sus ojos al mirarme durante el almuerzo. Ha sido en ese preciso instante cuando los remordimientos han vuelto a revolotear en mi cabecita: Antonio, Antonio, Antonio,…. Su nombre sigue grabado a fuego en mi mente y en mi cuerpo. Desde aquella noche inolvidable que compartimos, ya nada volverá a ser lo mismo. Nada.”
Un cosquilleo me atravesó en el interior. Todo aquello era increíble, mi abuela había tenido un amante. ¡Qué fuerte! Volví a pensar, sin acabar de creer aún del todo los contenidos de mi descubrimiento. Y pasé la noche en vela leyendo el diario de cabo a rabo. Permanecí totalmente absorta indagando en la interesante vida secreta de mi abuela, hasta que caí absolutamente rendida por el sueño sobre aquel manuscrito ya de madrugada.
Varios días estuve pensando en aquel hallazgo, dudaba si debía compartirlo o sencillamente callarlo, tal vez había permanecido así, oculto, y quién era yo para sacarlo a estas alturas a la luz, nadie. Pero cómo iba a callarme una cosa así, me resultaba casi imposible. Debía contárselo a alguien, pero ¿a quién?
Entre tanta divagación llegó el cumpleaños de mi abuelo Arturo. Desde que falleció mi abuela, hacía ya casi siete años, él se había trasladado a vivir con mis padres. Ahora ellos estaban en otra ciudad y para dicha celebración nos reunimos allí toda la familia. Mi abuelo tenía importantes conatos de demencia senil, qué menos a sus 87 años, pero aquel día me sorprendió con la frescura de sus recuerdos. Estábamos ambos sentados en la terraza esperando a que la comida estuviera lista cuando de repente me tomó de la mano y con una voz suave y tranquila me preguntó:
- ¿Ya has encontrado el diario de tu abuela?
Yo me quedé tan sorprendida, que no pude articular palabra para responderle, actitud que hizo deducir a mi inteligente abuelo que efectivamente sí lo había hecho.
- Verás mi niña, tu abuela se quedó conmigo hasta el final de sus días y no se fue con Antonio, ¿no es eso una prueba de amor?
Tampoco pude responder a aquella pregunta, ni entonces, ni ahora, pero creo que jamás podré hacerlo. A veces los sentimientos son tan complejos que un análisis superficial y ajeno no sirve más que para embrutecerlos. ¿Quién soy yo para juzgar a mi abuela después de su muerte? ¿Cómo comprender lo que pasaba por su cabeza? Ni siquiera la lectura de su diario me había dado la clave. Ni tan solo mi abuelo, que evidentemente lo había leído también, la conocía. Mi abuela vivió intensamente dos amores, eso sí lo sé, siempre lo sabré. Amó a su marido, el paciente padre de sus dos hijos, aquel que la acompañó toda la vida con una amplia sonrisa siempre en la boca y junto al que superó todos los malos momentos y las penurias que la vida le había reservado. Pero también amó al misterioso Antonio, un hombre que en los pocos y breves encuentros con mi abuela, la insufló de pasión y energía, le regaló momentos preciosos que ella siempre guardó en su corazón y en su diario. Diario que desde luego fue testigo de sus palabras, de sus lágrimas y del verdadero eco de su alma.
Había sido un día agotador, las mudanzas suelen serlo. Yo para la mía había contado con la inestimable colaboración de mis amigos Javier y Lucía y de su magnífica monovolumen siete plazas con asientos abatibles y/o removibles. Aún así nos costó toda una jornada empaquetar y trasladar los millones de trastos que una servidora había acumulado en los tres años en los que viví en mi adorable estudio de alquiler de 50 metros cuadrados. La ministra de la Vivienda estaría orgullosa de ver lo organizada que soy para hacer caber tantas cosas en uno de sus apartamentos modelo para las jóvenes generaciones. Lo peor era pensar en lo que sería capaz de almacenar en mi nuevo hogar, la vieja propiedad heredada de mis abuelos, una preciosidad de casona antigua de tres plantas con 200 metros cuadrados en pleno centro histórico, todo un sueño hecho realidad.
Eran las diez de la noche de aquel sábado cuando me hallaba ya sola en la buhardilla de mi casa -ostras, hasta me daba vértigo llamarla así-, apoltronada en el viejo sillón en el que tantas y tantas horas había pasado mi abuela tejiendo bonitos jerséis de lana para toda la familia, y que yo había decidido conservar para restaurar y guardarlo como recuerdo suyo.
De repente a punto estaba de entregarme a los brazos de Morfeo cuando volví a ver de nuevo la cajita de latón que me había llamado la atención pocas horas antes durante el traslado. Había decido apartarla e investigar qué había dentro en cuanto estuviera un poco más tranquila. La cogí con mucho cuidado, tenía aspecto de sumar ya unos cuantos años a sus espaldas, y la destapé. En el interior había un libro bastante raído. Sus tapas eran de cuero marrón oscuro y estaban muy agrietadas. No había ningún título inscrito en el lomo. Lo abrí al azar por una página cualquiera y ante mis ojos apareció lo que debió ser un diario personal de mi abuela escrito por su puño y letra.
“17 de abril de 1960.
Hoy he vuelto a recibir otra carta de Antonio. En ella me comunica que ya lo tiene todo listo para venir a verme. Estoy emocionada, pero asustada al mismo tiempo. Deseo tanto estar con él, he anhelado tanto este momento, pero al mismo tiempo un gran temor me invade al pensar el mal que le hago a Arturo y a los niños con esta relación. Mi marido es un buen hombre, tal vez el mejor que existe, pero lo que siento por Antonio es algo ten especial y profundo que ni siquiera encuentro las palabras adecuadas para explicarlo. Estoy confundida. No sé que hacer. Esta historia me está superando. Estoy perdida. Ni siquiera anotar mis pensamientos en el diario me sirve para despejar la mente."
Respiré hondo tras leer completamente anonadada aquel pedazo de texto. Removí nerviosa las hojas con mis dedos y otra página apareció ante mis ojos.
“25 de diciembre de 1960.
Hoy ha sido otro feliz día de Navidad en nuestro hogar, la comida que he preparado con tanto esmero ha gustado mucho a todos los comensales. Un año más me siento afortunada de poder reunir a toda la familia alrededor de nuestra mesa. Arturo estaba muy orgulloso de mí, lo he notado en sus ojos al mirarme durante el almuerzo. Ha sido en ese preciso instante cuando los remordimientos han vuelto a revolotear en mi cabecita: Antonio, Antonio, Antonio,…. Su nombre sigue grabado a fuego en mi mente y en mi cuerpo. Desde aquella noche inolvidable que compartimos, ya nada volverá a ser lo mismo. Nada.”
Un cosquilleo me atravesó en el interior. Todo aquello era increíble, mi abuela había tenido un amante. ¡Qué fuerte! Volví a pensar, sin acabar de creer aún del todo los contenidos de mi descubrimiento. Y pasé la noche en vela leyendo el diario de cabo a rabo. Permanecí totalmente absorta indagando en la interesante vida secreta de mi abuela, hasta que caí absolutamente rendida por el sueño sobre aquel manuscrito ya de madrugada.
Varios días estuve pensando en aquel hallazgo, dudaba si debía compartirlo o sencillamente callarlo, tal vez había permanecido así, oculto, y quién era yo para sacarlo a estas alturas a la luz, nadie. Pero cómo iba a callarme una cosa así, me resultaba casi imposible. Debía contárselo a alguien, pero ¿a quién?
Entre tanta divagación llegó el cumpleaños de mi abuelo Arturo. Desde que falleció mi abuela, hacía ya casi siete años, él se había trasladado a vivir con mis padres. Ahora ellos estaban en otra ciudad y para dicha celebración nos reunimos allí toda la familia. Mi abuelo tenía importantes conatos de demencia senil, qué menos a sus 87 años, pero aquel día me sorprendió con la frescura de sus recuerdos. Estábamos ambos sentados en la terraza esperando a que la comida estuviera lista cuando de repente me tomó de la mano y con una voz suave y tranquila me preguntó:
- ¿Ya has encontrado el diario de tu abuela?
Yo me quedé tan sorprendida, que no pude articular palabra para responderle, actitud que hizo deducir a mi inteligente abuelo que efectivamente sí lo había hecho.
- Verás mi niña, tu abuela se quedó conmigo hasta el final de sus días y no se fue con Antonio, ¿no es eso una prueba de amor?
Tampoco pude responder a aquella pregunta, ni entonces, ni ahora, pero creo que jamás podré hacerlo. A veces los sentimientos son tan complejos que un análisis superficial y ajeno no sirve más que para embrutecerlos. ¿Quién soy yo para juzgar a mi abuela después de su muerte? ¿Cómo comprender lo que pasaba por su cabeza? Ni siquiera la lectura de su diario me había dado la clave. Ni tan solo mi abuelo, que evidentemente lo había leído también, la conocía. Mi abuela vivió intensamente dos amores, eso sí lo sé, siempre lo sabré. Amó a su marido, el paciente padre de sus dos hijos, aquel que la acompañó toda la vida con una amplia sonrisa siempre en la boca y junto al que superó todos los malos momentos y las penurias que la vida le había reservado. Pero también amó al misterioso Antonio, un hombre que en los pocos y breves encuentros con mi abuela, la insufló de pasión y energía, le regaló momentos preciosos que ella siempre guardó en su corazón y en su diario. Diario que desde luego fue testigo de sus palabras, de sus lágrimas y del verdadero eco de su alma.
Comentarios
de ponerme en el lugar de alguno de ellos, no lo pensaría: prefiero ser Arturo.
Salud!
besitos
Yo, en respuesta a Juan, prefiero ser tu abuela.
En cuanto al pronunciamiento...creo que el amor y la pasión nos superan y nos desbordan. Se puede controlar el hecho en sí, pero nunca los sentimientos.
Es decir, tanto Juan Cosaco como Hôichi comentan su fidelidad. Creo que aunque en este caso que relatas sí hubo materialización de la infidelidad (una noche que pasaron juntos), creo que eso no sería infidelidad más que material. Ains, que creo que me enredo. Pruebo de nuevo.
Una persona puede estar con su pareja y amarla durante toda la vida, y en algún momento de esa vida en común, uno de ellos sentir algo especial por una tercera persona. No podemos poner barrera a los sentimientos, porque estos tienen vida propia. Sí que podemos no permitir que esos sentimientos se materialicen en contactos 'carnales'. Podemos incluso no volver a hablar del tercero, ni intentar pensar más en él, pero el amor no sabe de normas.
Evidentemente, es la persona que se enfrenta a esa tesitura, en este caso tu abuela ficticia, la que debe valorar qué prefiere hacer: vivir esa pasión que se prohibe, continuar con el amor y su tranquila vida. Renunciar a ser más feliz por seguir siendo feliz. Esta, creo, es el quid de la cuestión.
PD: La fidelidad física es fácil de controlar y de respetar. Lo difícil es controlar la otra infidelidad.
Mil besos aru, porque me has hecho disfrutar.
Dexter: Alguien escribió un post maravilloso y muy inspirador, ¿sabes quien?
Hôichi: La metáfora de la mudanza es brillante... tomo nota!!!
Mari: Es un relato, es "mi" abuela ficticia, pero en cualquier caso no me importaria saber que cualquiera de mis dos abuelas reales, la que aún tengo conmigo o la que se fue, vivió la vida tan intensamente como lo hizo la de mi relato...
Duna: Me alegra haberte emocionado tanto con mi relato, la verdad es que intentaba hablar en él de la complejidad de ese sentimiento que siempre tenemos en la boca y que la mayoría de veces no podemos llegar a comprender porque no se puede, porque sólo se puede sentir y nada más...
Por lo que respeta a la infidelidad,pues...fff que complicado...y mas en aquellos años,me supera.
Lo unico,decir que Arturo debio ser muy buena persona si estuvo mas o menos al corriente de esa situacion y despues se enorgullecio de que ella estuvo a su lado siempre.
Lamamma: Bienvenida de nuevo a mi blog, celebro que también a ti te haya gustado esta historia y como la he contado, lo celebro porque sé bien que tú también sientes una gran pasión por la escritura. Besos!!
No se si con esto estoy afirmando que prefiero una vida tranquila, aunque contenga cierto autoengaño, o que, por lo contrario, lo que más detestaría sería, precisamente que me engañasen.¿Qué es verdad y qué mentira? ¿Qué es una infidelidad y qué no lo es? Cada cual marca los límites. Lo importante, para mí, es que una pareja los conozca y los respete. Y ahí es donde entran todo tipo de posibilidades de crear una unión real, sólida, potente...
me encantó y me emocionó
Salud!!
Harry: Me alegra que te haya emocionado la historia, pero es un relato, aunque supongo que seguro que habrá abuelas con historias como esta y nietas que descubran diarios secretos sobre ellas, me gustaría imaginar que sí... La realidad siempre supera a la ficción.
No puedo seguir, espero que me hayais entendido.
Muy bonito arual. Gracias por estos momentos.
que buena historia.
Amante de plástico: Bufff, sí, qué horror, no pensé en la limpieza de la casona al escribir el relato...