Mirando el calendario para preparar una escapadita sorpresa con mis dos chicos con motivo del cumple de mi marido a finales de abril, que si nada falla será a Valencia para ver el Oceanografic (a mi hijo le chiflan los animales), me he parado a mirar la hoja de mayo y de repente me he dado cuenta que el fin de semana del 22-23 de mayo puede llegar a ser bestial. Empezará con la final de la Champions ese sábado en el Bernabeu donde espero y deseo se encuentre el equipo de mis amores luchando por volver a ganar la preciada copa, y acabará con la finalísima de LOST con doble capítulo prevista para ese domingo y que si los rumores que corren por la red no son falsos la podremos ver en CUATRO en riguroso directo y VOSE. En fin un par de días de agarrarse que viene curva, un par de días inolvidables!
Abro los ojos de nuevo al mundo, despierto de una especie de ensoñación o pesadilla más bien, donde el mundo, mi mundo, se estaba desmoronando. Miro hacia mi alrededor y todo sigue bien. Mi sobrino es un bebé sano y regordete que no necesita estar conectado a una máquina y puede salir a pasear cada día por la calle. Nadie lleva mascarilla. No ha habido una avalancha de muertes inesperadas. Puedo abrazar a mi amiga después de un día duro para darle ánimo y nadie me mirará con cara de reprobación. Puedo planificar mi próxima escapada a un concierto, o mi próximo viaje, y no necesitaré un PCR negativo. No hay toque de queda. Puedo ver salir el sol. Comer una hamburguesa en la calle está bien. Hacerlo en una terraza también. No conozco el concepto distancia social. Lo más hidroalcohólico que tengo es el último gin tonic que tomé el sábado pasado. No hay pandemia. Y no he cometido ningún estúpido error. No he visto la cara B de la vida y no quiero verla. Pero desde mayo tengo una sonrisa
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